
El arte a través de la obra de Ana Monsó.
Imaginemos que se pudieran recopilar todas las historias contadas oralmente y textos escritos; que se pudieran recoger todas las músicas tarareadas, escuchadas y grabadas; y además fuera posible reunir cada una de las piezas y objetos artísticos realizados en las innumerables culturas en siglos de existencia del homo sapiens. Imaginar la capacidad creativa de los individuos es viable, sin embargo, la riqueza de lo producido (si no se hubiera destruido a lo largo de la historia) es de tal magnitud que no solo sería un trabajo inabarcable, sino que nuestra sensibilidad podría llegar al colapso, un cierto estado de shock por exceso de información, incluso la posibilidad de sufrir el síndrome de Stendhal por superávit de belleza.
Cuando percibimos el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, y nos relacionamos, en mayor o menor medida, con sus logros estéticos y conceptuales, nuestras emociones quedan tocadas, sufrimos una alteración que nos desorganiza y ya no volvemos a ser la misma persona. Cuando las emociones se estimulan por impulsos que llegan a través de los sentidos físicos, se produce una movilización; ya no podemos librarnos de entrar en un sistema que nos pone en marcha: aprender, reír, pensar, recordar, decidir,… y un sinfín de acciones y experiencias que se transforman en sentimientos.
Volver la mirada a la memoria heredada es para Ana Monsó el impulso primero que le emociona y reactiva. Cualquiera de los cuadros de grandes artistas como Goya o Leonardo da Vinci, obras como La Virgen (o Las Vírgenes) de Gustav Klimt o los autorretratos de Egon Schiele son el punto de partida, ese clic o punzada (como describía Roland Barthes) que se siente cuando una obra de arte o parte de ella te llega y atrapa de un modo inexplicable. Barthes lo describe como una herida, porque solo eso que no se es capaz de nombrar es lo que verdaderamente trastorna y produce inquietud, incluso malestar. A partir de ese instante fulgurante en que has quedado tocado y marcado, se despliega una «fuerza expansiva» de la que un artista no puede escapar y le lleva a actuar. Pintar es el modo de convertir el impulso en experiencia y el lienzo resultante es la expresión misma del sentimiento hecho visible para todos.
Sin embargo, todo esto queda bajo la superficie de la pintura y las obras que miramos son una complejidad que va más allá de la síntesis de siglos de Historia del Arte pasados por el tamiz de la artista. Nada de esto es reconocible en las piezas que se presentan aquí, ya que al releer y estudiar esta memoria se produce una selección conceptual para establecer un diálogo crítico entre pasado y presente. No olvidar de dónde venimos, cómo ha sido la evolución de los descubrimientos y logros o por qué hemos llegado hasta este punto, es un conocimiento que nos ayuda a entender y saber que no todo sirve en el maremágnum de lo heredado, aunque perdure en los estratos que cimientan la base en la que nos desenvolvemos y esté formando parte del alma de la cultura con la que podemos identificarnos, o no.
Ana Monsó es una testigo de su tiempo, con los privilegios que ello conlleva en el sentido de tener una doble herencia: todo el bagaje del pensamiento feminista en conjunción con el legado del arte anterior.
El nuevo milenio abre una etapa en la que se despliega un abanico extenso de reflexiones en el ámbito de cómo pensar el cuerpo, desde ángulos que amplíen los trabajos del feminismo así como las nuevas masculinidades y todas las intersecciones y realidades intermedias entre ambos.
Your body is a battleground, afirmaba la artista Bárbara Kruger en 1989 en su célebre obra, donde había una fotografía del rostro de una mujer, en blanco y negro, dividido en dos mitades longitudinalmente: la parte izquierda mostraba el retrato en positivo, mientras que a la derecha estaba el mismo en negativo. Como una imagen partida, el yin/yang oriental o la doble visión de la mujer en la historia del arte, como virgen sacralizada, madre y esposa sumisa y su contrario, objeto de deseo, perversa y tentadora.
Sin embargo, en nuestros días el cuerpo ya no es un campo de batalla únicamente para la mujer, ni mucho menos se reduce a dos únicos roles por los que hay que decantarse; ahora, nuestro mundo es muchísimo mas complejo y las derivas e implicaciones del cuerpo se extienden al hombre y se amplía en todos los estadios intermedios de las cuestiones de identidad de género y sexual.
El cuerpo es mucho más que el vehículo de la identidad y una forma de expresarse; su enorme relevancia estriba en que la fina capa superficial que se expone hacia fuera visible a los demás, no es el límite que nos contiene, preserva y protege, en definitiva, no es lo que nos separa o mantiene al margen, sino todo lo contrario, es el lugar que nos permite la transición del interior al exterior y viceversa. Es por tanto el lugar de conexión con el entorno y las personas que lo habitan.
El objetivo de nuestro cuerpo no es otro que el de comunicarnos, y para ello nos provee de todas las estrategias y sistemas necesarios para que fluya la información entre el mundo interior y exterior. Cómo sea la forma física y el modo de expresarnos a través de la ropa, los objetos que usamos a diario o la casa en que vivimos, no tendría que responder a una necesidad representacional o competitiva de ser mas y mejor que el otro; sino ser parte del aspecto lúdico de la vida, un juego con el que aprendemos y nos conocemos unos a otros y enriquece nuestro mundo visual, pero no la lucha por la perfección física o la acumulación desmesurada.
Nos interesa el cuerpo: por su función indispensable de conexión; en su relación con el Yo interior, con sus afectos y desordenes; la implicación con la intimidad, la construcción social de la identidad, la angustia existencial y la fragilidad. Pero sobre todo, estas piezas son interesantes porque nos demuestran que cuidar del cuerpo significa establecer una comunicación de calidad entre el mundo interior subjetivo y la esfera pública.
La expresión individualizada, personal y subjetiva es la única manera de comunicar, ya que es la manifestación más coherente, aquella que une con honestidad el modo de ser interior con la forma adoptada exteriormente; conectar el modo en que sentimos en singular con su expresión formal visible para todos, no sólo nos equilibra como individuos sino que además favorece la unión con los demás y evita conflictos por lo que construye comunidades más saludables.
Por Cristina Baulenas
Gestora cultural y périto de Arte y Antigüedades
www.peritodeantigüedades.com
Foto Ana Monsó con parte de su obra
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